Terminan otras navidades, que salvo pequeños detalles se parecen mucho a las
de años anteriores, los mismos menús tradicionales, los mismos vinos espumosos franceses,
los mismos mantecados, mazapanes y turrones españoles, los mismos chocolates de
Elgorriaga y dulces de Zuricalday. Amama preparó el mismo cordero de todos los
años comprado en el mercado de Santo Tommás, igual que lo hicieran su madre y
su abuela anteriormente, lehengusiñe trajo el mismo caviar rojo de todos los
años e intento innovar con un queso diferente al igual que el año anterior.
Tampoco varío la decoración, la misma vajilla inglesa de blanca porcelana,
la misma cubertería de plata, las mismas bandejas doradas, las mismas copas de
Svres que reflejaban las luces de la chandeleir del comedor. El mismo mantel
que delicadamente bordaron las clarisas franciscanas de Gernika hace ya más de
cien años. El mismo abeto de navidad, con sus luces y bolas de coloridos
cristales, sus brillantes guirnaldas y sus bellas bolas de nieve.
Y sentado a la mesa, en tan tradicionales fiestas, celebradas como siempre,
como si fueran costumbres inmutables, vinieron a mi memoria las duras imágenes de
desahucios de este último año. Todas esas personas, desprovistas de hogar y de
ingresos, todos esas personas a las que un gobierno cruel pretende dejar sin
Sanidad ni ayudas sociales, todas esas personas a las que les ha robado la
dignidad des proviniéndolas de categoría humana, pues han sido vulnerados sus
más sagrados derechos, como lo eran los mineros de la margen izquierda en los
años de la proveniente industrialización vizcaína.
Las diferencias sociales se vuelven hacer tan visibles como entonces, los
pueblos de la margen izquierda vuelven a acumular los mayores porcentajes de
paro, los estudios universitarios vuelven a ser para los acomodados, los
ingresos en el hospital vuelven a ser lujo de los pocos que pueden hacer frente
a la factura de la cama.
Pero hay una leve diferencia con aquella época si me lo permiten, pues
aquellos mineros no conocían vidas mejores, menos duras e injustas, cómo si las
conocen quienes van despoblando los barrios nuevos de la margen derecha, aquellos
para quienes las crisis ha sido una “cura de humildad” que le ha devuelto a sus
orígenes, esa clase media que para algunos nunca debió existir.
¿Debemos pues volver a esa época? A aquella época en la que se organizaban
barracas y ferias, en las que se montaban puestos de vinos y licores cuyos beneficios
pararían en el Santo Hospital Civil de Basurto o en la Santa Casa de la
Misericordia como ocurría con las corridas de vista alegre, y todo ello para
asegurar la asistencia médica y la educación de los más favorecidos en un
estado que solo era paternalistas con las empras y sus oligárquicos dueños. ¿Deberán
las jóvenes promesas esperar la ayuda de un rico mecenas o filántropo para
poder formarse? Ya ni siquiera las cajas de ahorro ni el Montepío de la mujer
ayudarán a las madres que no pueden sacar adelante a sus hijos, pues una Europa
irreconocible las presiona a desaparecer.
Y pese a todo eso, hay quienes nos mantenemos inmutables en el tiempo, a
veces más arriba, otras veces más abajo, pero siempre allí, brindando con champaña
francés mientras otros no tienen ni siquiera casa para festejar.
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